Montaigne y la ley divina de la pura obediencia


Redacción.- Uno de los grandes tópicos a los que se ven sometidos de continuo los humanistas del Renacimiento es al de ser vistos como precursores de movimientos y propuestas posteriores en el tiempo, mayormente, de la Ilustración. Esta perspectiva no sólo les despoja de su especificidad, sino que además lo hace a sabiendas de que, en no pocas ocasiones, para fundamentarla es preciso omitir todos aquellos textos en los cuales esos mismos autores afirmaron tesis contrarias a las sostenidas por los ilustrados. Este fraude resulta sangrante en el caso de Michel de Montaigne, considerado por muchos prácticamente como un "librepensador" avant la lettre, algo así como un abanderado de la autonomía de la razón frente a los dogmas religiosos. Pues bien, para desbaratar esta tesis reproducimos un pasaje de la célebre Apología de Raimon Sibiuda, en la cual el autor deja bastante clara cuál era su opinión al respecto... al menos, el día que la escribió (otros días, es probable que pensase lo contrario: ya sabemos cómo era).

Nada salvo la humildad y sumisión puede producir un hombre de bien. No debe dejarse el conocimiento del deber al juicio de cada cual; hay que prescribírselo, no debe dejarse que lo elija su razón. De lo contrario, dada la flaqueza y la infinita variedad de nuestras razones y opiniones, al final nos forjaríamos deberes tales que nos llevarían a devorarnos entre nosotros, como dice Epicuro.

La primera ley que Dios promulgó para el hombre fue una ley de pura  obediencia; fue un mandato puro y simple en el cual el hombre nada pudo conocer ni discutir, pues obedecer es la obligación propia del alma razonable que reconoce a un superior y benefactor celeste. Del obedecer y del ceder nacen todas las demás virtudes, como de la soberbia todos los pecados.

Y, al contrario, la primera tentación que el diablo presentó a la naturaleza humana, su primera ponzoña, se introdujo en nosotros merced a las promesas de ciencia y conocimiento que nos hizo: «Uritis sicut dii, scientes bonum et malum» [Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal]. Y las sirenas, para engañar a Ulises, en Homero, y para atraerlo a sus peligrosos y destructivos lazos, le ofrecen la ciencia como don. La peste del hombre es el convencimiento de saber.

Por eso nuestra religión nos recomienda en tan gran medida la ignorancia como cualidad propicia a la creencia y a la obediencia. «Cauete ne quis uos decipiat per philosophiam et inanes seductiones secundum elementa mundi» [Vigilad que nadie os engañe con la filosofía y con vanas seducciones fundadas en los elementos del mundo].

En esto el acuerdo es general entre todos los filósofos de todas las escuelas: el bien supremo consiste en la tranquilidad del alma y del cuerpo. Pero ¿dónde la encontramos? A decir verdad, parece que la naturaleza, como consuelo a nuestro miserable y pobre estado, no nos ha concedido otra cosa que la presunción. Así lo dice Epicteto: el hombre no tiene nada propiamente suyo sino el uso de sus opiniones. No se nos ha asignado sino viento y humo. Los dioses poseen una salud efectiva, dice la filosofía, y conciben la enfermedad; el hombre, por el contrario, posee sus bienes de manera imaginaria, los males realmente.

Ha sido razonable realzar las fuerzas de nuestra imaginación, pues nuestros bienes no existen más que en sueños. Escuchad cómo se jacta el pobre y calamitoso animal: «Nada es tan dulce», escribe Cicerón, «como dedicarse a las letras, me refiero a esas letras gracias a las cuales descubrimos la infinitud de las cosas, el tamaño inmenso de la naturaleza y, en este mismo mundo, cielos, tierras y mares; ellas nos han enseñado la religión, la moderación, la grandeza de ánimo, y nos han arrancado el alma de las tinieblas para mostrarle la totalidad de las cosas altas, bajas, primeras, últimas e intermedias; ellas nos proveen con qué vivir recta y felizmente, y nos guían para que nuestra vida transcurra sin contrariedad ni sufrimiento». ¿No es cierto que parece hablar de la condición de Dios siempre vivo y todopoderoso? Y en cuanto a la realidad, mil mujercitas han vivido en su pueblo una vida más estable, más dulce y más constante que la suya:

Deus ille fuit, deus, inclute Memmi,
qui princeps uitae rationem
inuenit eam, quae nunc appellatur
sapientia, quique per artem
fluctibus e tantis uitam tantisque tenebris
in tam tranquillo et tam clara luce locauit.

[Fue un dios, sí, un dios, ilustre Memio, quien
descubrió por primera vez la norma de vida que
ahora llamamos sabiduría, y quien con su arte liberó
nuestra vida de tan grandes tormentas y tinieblas, y
la estableció en una luz tan tranquila y clara].

Son palabras sumamente magníficas y hermosas; pero un levísimo accidente dejó el juicio de su autor en peor estado que el del más humilde de los pastores, no obstante su dios preceptor y su divina sabiduría.