Jesús Cotta.- Desde los orígenes de la filosofía, dos concepciones antropológicas incompatibles que luego el cristianismo y sus contrarios han llevado a sus últimas consecuencias, están entablando hoy un duro combate: aquella según la cual la materia explica al hombre y aquella según la cual no lo explica. Materialismo y espiritualismo. Azar y providencia. Ateísmo y teísmo. Inmanencia y trascendencia. O el hombre es un animal terrestre o es un animal celeste. O es un accidente cósmico o es en el cosmos lo único semejante a su autor. O Dios es creación nuestra o somos creación de Dios. O el universo es lo único que existe y, por tanto, existe porque sí o bien existe gracias a lo único que puede existir porque sí, o sea, Dios, fuente del ser. O solo la materia o Dios y luego la materia. O solo cuerpo o cuerpo y alma. O la inteligencia es un azaroso producto evolutivo surgido del azar o contiene una chispa divina. O el cosmos no está ahí para ser entendido por nuestra inteligencia, cuyas preguntas solo tienen sentido dentro de ella, o el cosmos y nuestra inteligencia han surgido del Logos y hallarán en él todas las respuestas. O la muerte es el final o es un tránsito.
Si el hombre de la inmanencia y el de la trascendencia se bañan en el umbrío remanso de un río cristalino, el primero dirá: “Me siento explicado por todo lo que me rodea; estoy hecho de lo mismo. La naturaleza es mi madre, Más allá de su líquido amniótico, donde todos pululamos, no hay nada real ni imaginable”; y el segundo dirá: “Esa inmensa burbuja me asfixia. Yo la rompo con el rayo de un anhelo más grande que yo y apelo a algo más allá de ella; lo que me define y explica del todo no es ella, sino su autor. Ella no es mi madre, sino mi hermana”. Comparten un mismo río, pero no objetivos y expectativas, y tampoco, por tanto, metafísica, antropología, ética y política.
Aun así, ambos hombres se parecen en lo más importante: en su anhelo de ser dichosos y bien tratados en el río de la vida, en su miedo a ser desgraciados, despreciados, encadenados, en su necesidad, en fin, de fundamentar su propia dignidad, es decir, de establecer claramente cuánto valen en el mundo y ante sus semejantes para saber qué pueden esperar o no de él y de ellos, qué pueden hacer o no, cuál es su jerarquía y su campo de acción. Pero ahora veremos que, cuanto más los asemeja esa misma necesidad, tanto más los aleja el modo de gestionarla.
La dignidad como excelencia de la naturaleza humana
El hombre de la trascendencia fundamenta su dignidad en la excepcionalidad de su naturaleza, que, nacida de la tierra, recibió una chispa del cielo. Cada hombre es, pues, digno no por sus deseos, méritos, rasgos o utilidades, sino por el simple hecho de pertenecer a la especie humana, ya nazca bello o sin piernas, ya triunfe en la vida o caiga en coma profundo, ya se convierta en santa Teresa de Calcuta o en Jack el Destripador: lo que me hace valioso no es lo que yo hago con mi naturaleza humana, sino mi naturaleza humana misma, que es terrestre y celeste. Y esa concepción del hombre, intuida en Grecia y revelada por el cristianismo, es la que ha dado origen a los derechos humanos naturales, que tengo por ser hombre y no por haberlos ganado o merecido o estipulado. La especie humana no es, pues, una especie más, sino casi un reino aparte del reino mineral, vegetal y animal, aunque comparte esos tres niveles; la aparición del hombre funda en el cosmos un nuevo reino: el del híbrido de Dios y cosmos, de bestia y ángel, de átomos y espíritu, el único ser que participa de la materia y de lo que no es materia. Y en esa concepción coincidían, áureos y definitivos, Homero y Cristo: si a algo se parece lo divino es a nosotros, no a la tormenta y el volcán, y si a algo nos parecemos nosotros, es a lo divino, no al lobo ni al mono; y de Homero y Cristo es hijo el humanismo, como bien sabían los renacentistas en su afán de armonizar a ambos por más dispares que, a simple vista, pareciesen. A ellos me sumo con todo mi entusiasmo de admirador de Homero y Cristo.
La dignidad como autodeterminación de la voluntad
El hombre de la inmanencia no puede fundamentar su dignidad en la naturaleza humana, porque esta ni es excepcional ni es hija del cielo, sino un producto más de un cosmos sin finalidad ni sentido. Cierto que puede haber materialistas y ateos que fundamenten la dignidad del hombre en las altas capacidades de nuestra naturaleza, sin referirla a Dios, pero ese humanismo queda tocado de muerte, porque, si no hay fuera del cosmos nada previo y superior que pueda dar al cosmos valor y sentido, el hombre, por más valioso que se sienta, es un objeto más de ese cosmos sin valor ni sentido y, por tanto, no es objetivamente valioso. Como dice Wittgenstein en el Tractatus: “El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor”. Y si mi dignidad no viene de lo alto, me la tengo que dar yo y se queda en puro voluntarismo, en mi deseo, por la cuenta que me trae, de ser valioso en un mundo donde nada vale objetivamente más que nada. ¿Y no es un problema muy gordo que una cuestión de supervivencia dependa de un deseo? ¿Desde cuándo, por ejemplo, mi deseo de no morir demuestra mi inmortalidad? Solo puedo salir de ese atolladero fundando mi valor en algo más que en mi deseo de él: he de conquistarlo mediante la acción y la autocreación; solo así se convertirá en algo objetivo, algo logrado, cuantificable, meritorio. Siendo hombre, solo tengo el deseo de ser valioso; para ser efectivamente valioso, tengo que hacer algo más que nacer hombre: realizarme, generar, mediante la acción y la autocreación, mis valores, mi identidad, mi vocación, mi placer, mi personalidad, mi vida.