José Luis Trullo.- La vida solitaria es el título de una obra en la que Francesco Petrarca trabajó durante años, sin decidirse a darla a conocer hasta mucho después de haberla concluido. En la dedicatoria a Felipe de Cabassoles, afirma el autor que no se trata de un texto dirigido “al vulgo ignorante”, al cual da por perdido dado su analfabetismo, sino tampoco a quienes practican la que él llama la “letrada estulticia”, es decir, a aquellos que se interesan por las letras únicamente para hacer ostentación de su conocimiento, descuidando la dimensión moral y espiritual que tienen y les dan valor.
El elitismo que desprende el libro de Petrarca, pues, no se debe a criterios sociales sino de un orden mucho más elevado, ya que atesorar una formación no garantiza la rectitud moral: “una gran erudición no siempre habita un pecho modesto” (pág. 11). Esta crítica al uso indigno de la sabiduría volverá a aparecer a lo largo de la obra, y en varias ocasiones: para el humanista italiano, el conocimiento no es un fin en sí mismo, sino que constituye la llave para abrir la puerta de la salvación, sin la cual nada tiene valor. Podemos leerlo nada más empezar el texto, en su libro primero: “Un alma generosa no puede hallar reposo en lugar alguno si no es en Dios, donde está nuestro fin” (pág. 31).
A este respecto, me gustaría traer a colación las palabras de E. F. Rice, quien pone el énfasis justamente en esa vocación, llamémosla, existencial del saber petrarquiano, tanto frente a una de carácter técnico e instrumental que se acabaría imponiendo a partir del triunfo de la Ilustración, como a esa otra que la reduce a un mero pasatiempo prestigioso. A este respecto, escribe en "Active and contemplative ideals of Wisdom in Italian Humanism”, en The Renaissance Idea of Wisdom. Cambridge University Press, Cambridge, 1958, pág. 31-32:
Identifying wisdom and piety, Petrach locates wisdom’s beginning in a fear of God and defines piety as the knowledge and worship of Him. Wisdom’s first characteristic, therefore, is religious truth. [...] The true philosopher is thus an amator Dei and the true wise man, described in a phrase which point the way to Erasmus, is “a philosopher of Christ”.
La alusión a Erasmo no me parece baladí, ya que ambos comparten más de un rasgo caracteriológico: son incansables viajeros, voraces lectores y editores de los clásicos, cristianos apasionados, masivos polígrafos epistolares y, sobre todo, espíritus libres que se consagraron al conocimiento profundo de las fuentes del saber humano, rechazando cargos institucionales tanto eclesiásticos como universitarios. Asimismo, tanto uno como el otro sufrían en vida las consecuencias de su radical independencia, lo cual llevó al sabio de Rotterdam a escribir su célebre dictum: “Ser libre es estar solo, desprenderse de todos y de todo”… una frase que, sin duda alguna, podría haber sido incluida sin desdoro en La vida solitaria.
Enseguida presenta Petrarca los conceptos en torno a los que quiere pronunciarse y, como siempre en su obra en prosa, lo hace en términos claros y expeditivos. Anuncia que para escribir el libro ha seguido “el dictado de mi propia experiencia y, sin buscar otro guía y sin ánimo de admitir lo que otros ya han presentado” –lo cual se verá desdicho con abundancia, pues a lo largo de la obra echará mano de toda suerte de fuentes y autoridades clásicas y cristianas–, “estoy siguiendo mi propia corazón más que huellas ajenas” (pag. 32). Pasa entonces a la sustancia de su exposición, la cual se resume en oponer al “trajín penoso” de la vida mundana, el “ocio gozoso” que se propone defender en adelante. Aborda entonces una prolija descripción de los atributos de una y otra forma de vida, no escatimando en hipérboles gráficas: así, para el hombre ajetreado sus ocupaciones sólo le acarrean preocupaciones (si se me permite el juego conceptual, muy del gusto de Petrarca), mientras que en la morada del solitario reinan la paz y la libertad, ya que, abocado a la vida espiritual, “al cielo quiere mirar, no al oro” (pág. 8). Se trata de la dualidad, ya formulada por Cicerón, entre ocio y negocio, a la cual nuestro autor le inyectará una nueva dimensión, la religiosa, como veremos enseguida. En cualquier caso, la impronta estoica del análisis petrarquiano es muy patente, dado que, al hablar del solitario, dice de él que “nada teme, nada desea”, y vive “contento con su suerte e inaccesible a los envites de la fortuna” (pág. 38): ¿no es ese, el ideal de la ἀταραξία?
Resulta especialmente sugestiva la disección que realiza Petrarca del concepto del tiempo, no en abstracto, sino aplicado a la vida personal; así, opone la honrada “ponderación” del solitario al “apresuramiento irreflexivo” del ocupado; y es que “un alma inicua lo quiere todo al momento”(pág. 39), como los niños. Frente a esta ansiedad al cabo autodestructiva, el autor insta a huir del tiempo profano para buscar “la gloria de una vida que nunca acaba”, o sea: la eternidad.
Tras prodigar toda suerte de parabienes en torno a la soledad gustosa, y de execrar la existencia depauperada de quienes se consagran a la búsqueda del mero interés material, Petrarca da un paso más y define al hombre “recogido, sosegado” como “en todo igual a los ángeles, grato a Dios” (pág. 42). Esta beatitud no es un mero estado corporal, de ausencia de apetitos y arrebatos, sino que posee un valor moral y espiritual: “si hay algo grande y divino es la tranquilidad del alma; es un don que no viene sino de Dios” (pág. 46); alejarse del tráfago de las ciudades y sus tentaciones no es más que el paso previo, necesario para ser bendecidos por una bienaventuranza preliminar a la perdurable: “los solitarios amigos de Dios, hechos a ocupaciones piadosas, están pregustando desde este momento las delicias de la vida eterna” (pág. 60).
Ahora bien, ¿cuál es el contenido de una soledad tal que, a los ojos de Petrarca, equipara al hombre con los ángeles? ¿Debe comportarse el solitario como un ermitaño, orando de la mañana a la noche y dirigiendo sus preces al Altísimo en actitud pasiva y contemplativa? De ninguna manera. El autor propone el cultivo de las “letras” como un camino introspectivo idóneo para mejorar en la tarea impuesta, la de perfeccionarse espiritualmente para merecer la salvación: “la soledad sin letras es destierro, cárcel, potro de tormento; añádele las letras y es patria, libertad, goce” (pág. 48), y para ratificar lo dicho apela a la autoridad de Séneca quien, de modo análogo, afirmó que “el ocio sin letras es muerte y sepultura de un hombre vivo”. Por supuesto, no se trata de matar el tiempo leyendo cualquier novelucha de evasión mientras esperamos el Juicio Final; hablamos del cultivo del saber fundamentado en los clásicos griegos y latinos, en el Evangelio y en los Padres de la Iglesia, de los cuales dará sobrada cuenta en el libro II. Sólo entonces podremos afirmar: “la soledad es santa, sencilla, irreprochable y, sin duda, la experiencia humana más pura” (pág. 52), pues es en ella donde se accede al conocimiento de uno mismo, tras “juzgarse con rectitud y severidad” (pág. 50) y nos hacemos merecedores de Dios. Es únicamente tras “mandar los vicios al exilio” (pág. 84) cuando resultamos dignos de la gracia: “purifiquemos esos ojos interiores con que las realidades invisibles se contemplan: veremos que ahí está Cristo” (pág. 59), nuestro auténtico amigo y amado, pues “del trato continuo y fiel entre Dios y el hombre, resulta una familiaridad como no puede haberla entre dos seres humanos”. El estudio, pues, adquiere su sentido en cuanto vía de acceso a la trascendencia; de lo contrario, no pasa de pasatiempo inocuo.
[Fragmento de la Introducción a F. Petrarca, La vida solitaria. Trad. de Jesús Cotta. Cypress Cultura, Sevilla, 2021).