Redacción.- Por una convención literaria, la paternidad intelectual del humanismo alemán se ha solido atribuir al neerlandés Rodolphus Agricola, un casto erudito que se habría visto sorprendido de haber conocido su numerosa y heterogénea descendencia cultural. Desde luego, es difícil, si no imposible, hacer depender de una única persona el desarrollo y difusión de un movimiento tan amplio y complejo como el humanismo renacentista; sin embargo, en este caso existe una justificación especial que avala esta afirmación, desde el momento en que los propios humanistas tenían a Agricola como una especie de faro y guía, un símbolo de sus propias esperanzas y aspiraciones. “Fue Agricola”, escribió Erasmo, “el primero en traer consigo de Italia algo del brillo de la mejor literatura”. Agricola significó para Alemania lo que Budé para Francia. De hecho, para el cauteloso príncipe de los humanistas galos, “Agricola habría podido ser el rey de Italia, de no haber preferido Alemania”. Melanchthon coincidía en que fue el primer que intentó “mejorar el estilo del discurso en su país”, y muchos otros humanistas se unieron al coro de aclamación. Incluso los orgullosos italianos –hombres como Ermolao Barbaro, Pietro Bembo o Eneas Silvio Piccolomini– le rindieron especial tributo. En el momento de su muerte, estaba considerado como el más destacado humanista al norte de los Alpes, una persona cuyo mundo mental merece ser conocido y difundido.
El poder de Agricola reside en su personalidad, no en su pluma, dado que escribió poco y, aparte de un par de poemas, no publicó nada en vida. Perteneció a una generación que invirtió sus fuerzas en adquirir y transmitir, antes que en crear nuevo conocimiento. Sin embargo, tenía un carácter de primer nivel, y esa fue la clave que explica su influencia en la sociedad limitada de los humanistas, quienes ponían el énfasis en la versatilidad individual y en la capacidad para la amistad por encima de otros valores. Agricola fue un artista para la vida y un dilettante genial que supo desenvolverse con soltura en la sociedad cortesana italiana de su época. Asimismo, fue un notable (aunque no sobresaliente) atleta, artista, músico, conversador y lingüista, seguramente el mejor candidato a “hombre universal y singular” del norte de Europa.
Agricola perteneció a la tradición del humanismo literario que arrancó con Petrarca y continuó con Salutati, Bruni y Eneas Silvio Piccolomini, una generación a la que imprimió una dirección crítica y erudita el gran Lorenzo Valla. Resulta llamativo el gran volumen de simpatías y antipatías que compartieron Agricola y Petrarca: ambos amaban sus respectivas patrias, aunque les encantaba viajar; ambos se vieron obligados a estudiar derecho, si bien acabaron decantándose por las bellas letras; el deseo de independencia y libertad personal mantuvo alejado a Petrarca de la cancillería de Aviñón, mientras que evitó que Agricola entrase a servir en la corte borgoñesa, o viviera un destino aún peor; un elitismo autoconsciente, mezclado con un desdén por las masas y la indisimulada adulación de un patrono principesco, fueron defectos que Agricola tomó en préstamo de Petrarca y los humanistas italianos. Petrarca aspiraba a la soledad para entregarse a la meditación y el autoconocimiento, mientras que Agricola se empeñaba en rodearse de silencio para poderse consagrar a sus estudios; con tal objetivo, ambos permanecieron solteros pues, según le explicó el segundo a Reuchlin, su estilo de vida no era compatible con el matrimonio. Asimismo, tanto uno como otro dedicaron los últimos años de sus vidas a estudiar las Sagradas Escrituras con devoción. Aun así, existieron diferencias entre uno y otro: Agricola estaba menos centrado en sí mismo y más volcado hacia la auténtica amistad, y nunca se entregó a las invectivas; a cambio, en comparación con Petrarca su legado literario es mucho menos estimable.
Tal vez fuese una asociación intuitiva, un sentido subconsciente de la afinidad hacia una mente parecida la suya, lo que condujo a Agricola hasta Petrarca. En Italia compuso una vida del poeta italiano en honor “al padre y restaurador de las bellas artes”. En realidad, para los datos incluidos en su texto se valió de una Vida de Petrarca incluida en la segunda edición de las Rime sparse publicada en Roma, en 1471, la cual a su vez era un resumen de las Vidas escritas a mediados del s. XV, bien por Pietro Candido Decembrio, bien por Francesco Filelfo. El tratado de Agricola, que duplica sobradamente la extensión de sus modelos italianos, muestra una apreciación más profunda del espíritu de Petrarca, enfatizando con precisión aquellas características que le emparentaban con él, aparte de manifestar una considerable maestría del lenguaje. Agricola toma la Epístola a la posterioridad como pauta para pintar un bello retrato de su hermano del alma. “Estamos en deuda con Petrarca”, dice, “en la cultura intelectual de nuestro siglo. Todas las épocas lo están: la antigüedad, por haber rescatado sus tesoros del olvido, y los tiempos modernos por haberla revivido con sus propias fuerzas, lo cual nos ha transmitido un legado precioso para el futuro”.
Este entusiasmo humanista, en verdad, era una excepción en el contexto del norte de Europa. De hecho, durante más de un siglo tras la muerte de Petrarca en 1374, ni una sola de las biografías sobre el autor salió de una pluma no italiana. Comparado con sus contemporáneos (poetas alados como Peter Lauder, escolásticos medio humanistas como Conrad Summerhart o juristas medio literatos como Gregor Heimburg), Agricola poseía tanto una sustancia como una energía muy destacables. Su espíritu no tenía parangón en Alemania y se hacía eco, a pequeña escala, de las influencias, tanto meridionales como septentrionales, que estaban dando forma a las mentes de una nueva generación.
Fragmento del libro Rodolfo Agricola, padre del humanismo alemán. Cypress Cultura, Sevilla, 2019.