Redacción.- Según la Wikipedia, Francis Bacon, primer barón de Verulamium, primer vizconde de Saint Albans y canciller de Inglaterra (Strand, Londres, 22 de enero de 1561-Highgate, Middlesex, 9 de abril de 1626) fue un célebre filósofo, político, abogado y escritor inglés, padre del empirismo filosófico y científico. En su Novum organum (1620) precisó las reglas del método científico experimental, y desarrolló en su De dignitate et augmentis scientiarum (Sobre la dignidad y progresos de las ciencias) (1620) una teoría empírica del conocimiento, lo que hizo de él uno de los pioneros del pensamiento científico moderno. Esto lo convierte en un serio candidato a erigirse en paladín del ateísmo, de la increencia y del combate contra toda trascendencia de Dios respecto al mundo y al hombre. Grave error. Como en tantos otros casos, su figura ha sido tergiversada y su legado puesto al servicio de la ideología dominante, de carácter positivista y materialista, en menoscabo de su auténtica hondura intelectual y, sí, espiritual. Reproducimos a continuación un amplio pasaje del prefacio a El avance del saber (1605), cuando ya el Renacimiento en cuanto tal había cedido el testigo a la protomodernidad, pues en él podemos constatar la auténtica vocación del sabio cuyo afán de saber no le obsta para preservar las verdades de la fe y, sobre todo, la dimensión ética del conocimiento, que si no revierte en la mejora de la existencia humana y se limita a la ostentación de datos, se degrada y pervierte: un mensaje, qué duda cabe, plenamente acorde con los postulados del rehumanismo.
Oigo decir a los teólogos que
el conocimiento es una de esas cosas que han de ser admitidas con limitación y
cautela grandes; que el aspirar a un conocimiento excesivo fue la tentación y
pecado originales de los cuales se siguió la caída del hombre; que hay en el
conocimiento algo de la serpiente, y por eso allí donde entra en el hombre le
hace hincharse, scientia inflat; que Salomón da esta censura, que de
hacer libros nunca se acaba, y la mucha lectura desgasta el cuerpo, y
también en otro lugar, que en el conocimiento abundante hay mucha aflicción,
y el que aumenta el conocimiento aumenta la preocupación; que San Pablo da
esta advertencia, que no nos dejemos corromper por la vana filosofía; y
que la experiencia nos muestra cómo hombres doctos han sido heresiarcas, cómo
los tiempos doctos se han inclinado al ateísmo y cómo la contemplación de las
causas segundas detrae de nuestra dependencia de Dios, que es la causa primera.
Para poner al descubierto,
pues, la ignorancia y el error de esta opinión, y lo equivocado de su
fundamento, diremos que esos hombres no advierten o consideran que no fue el
conocimiento puro de la naturaleza y el mundo, conocimiento a cuya luz el
hombre puso nombre a las otras creaturas en el Paraíso conforme eran llevadas a
su presencia, según sus cualidades, lo que dio ocasión a la caída; sino que la
forma de la tentación fue el conocimiento soberbio del bien y del mal, con la
intención en el hombre de darse una ley a sí mismo y no depender ya de los
mandamientos de Dios.
Ni hay cantidad de
conocimiento, por grande que sea, que pueda hacer hincharse la mente del
hombre; pues nada puede llenar, y mucho menos dilatar, la mente humana, si no
es Dios y la contemplación de Dios; y por eso Salomón, hablando de los dos
sentidos principales de la inquisición, el ojo y el oído, afirma que no se
harta nunca el ojo de ver, ni el oído de oír; y si no hay llenarse, es que el
continente es mayor que el contenido. Así también del conocimiento mismo y la
mente del hombre, para los cuales los sentidos no son sino informadores, dice
estas palabras, puestas tras esa lista o tabla que hace de la diversidad de
tiempos y estaciones que hay para todas las acciones y propósitos, y que
termina así: Dios ha hecho todas las cosas hermosas, o apropiadas, cada una
para su estación; también ha puesto el mundo en el corazón del hombre, pero no
puede el hombre descubrir la obra que Dios hace desde el principio hasta el fin:
donde declara sin oscuridad que Dios ha compuesto la mente del hombre a modo de
espejo o vidrio capaz de reflejar la imagen del universo, y dichoso de recibir
la impresión del mismo, como el ojo es dichoso de recibir la luz; y que no sólo
se deleita con la contemplación de la variedad de las cosas y las vicisitudes
de los tiempos, sino que se eleva asimismo a averiguar y discernir las
ordenanzas y decretos que a lo largo de todos esos cambios son infaliblemente
observados. Y aunque insinúa que la ley suprema o suma de la naturaleza, que él
llama la obra que Dios hace desde el principio hasta el fin, no puede ser
descubierta por el hombre, empero eso no menoscaba la capacidad de la mente,
sino que puede achacarse a impedimentos tales como la brevedad de la vida, la
mala conjunción de los esfuerzos, la defectuosa transmisión del conocimiento de
unos a otros, y muchas otras inconveniencias a que la condición del hombre está
sujeta. Pues que nada del mundo está vedado a la inquisición y averiguación del
hombre, lo deja sentado en otro lugar, cuando dice: El espíritu del hombre
es como la lámpara de Dios, con la que registra la interioridad de todo lo
oculto.
Siendo,
pues, tal la capacidad y cabida de la mente humana, es manifiesto que no hay
peligro alguno de que la proporción o cantidad del conocimiento, por grande que
sea, la haga hincharse y salirse de sí; no, sino que es cualidad del
conocimiento, tanto si es más como si es menos, si es tomado sin su correctivo
propio, el llevar en sí algo de veneno o malignidad, y algunos efectos de ese
veneno, que son ventosidad e hinchazón. Esa especia correctiva, cuya adición
hace al conocimiento tan soberano, es la caridad, que el apóstol agrega
inmediatamente a la cláusula citada, pues dice: El conocimiento hincha, pero
la caridad construye, a semejanza de lo que declara en otro lugar: Si yo
hablara con las lenguas de los hombres y de los ángeles, y no tuviera caridad,
sería como címbalo que resuena; no porque el hablar con las lenguas de los
hombres y de los ángeles no sea cosa excelente, sino porque, si se separa de la
caridad y no se aplica al bien de los hombres y de la humanidad, es más gloria
resonante e indigna que virtud meritoria y sustancial. Y en cuanto a esa
censura de Salomón acerca del exceso en el escribir y leer libros y la ansiedad
del espíritu que nace del conocimiento, y a esa exhortación de San Pablo de que
no nos dejemos seducir por la vana filosofía, entiéndanse bien estos
pasajes, y se verá que exponen de manera excelente los verdaderos términos y
límites en que se encierra y circunscribe el conocimiento humano, y aun ello
sin tanta constricción o coartación que no pueda éste comprender toda la
naturaleza de las cosas. Esas limitaciones son tres.
La
primera, que no situemos nuestra felicidad en el conocimiento hasta el punto de
olvidar nuestra mortalidad. La segunda, que apliquemos nuestro conocimiento a
darnos reposo y contento, y no inquietud o insatisfacción. La tercera, que no
presumamos alcanzar a los misterios de Dios mediante la contemplación de la
naturaleza.
En
lo tocante a la primera, el propio Salomón se explica óptimamente en otro lugar
del mismo libro, donde dice: yo vi que el conocimiento se aparta de la
ignorancia como la luz de las tinieblas, y que los ojos del sabio vigilan en su
frente, mientras que el necio deambula en las tinieblas: pero también aprendi
que la misma mortalidad alcanza a ambos.
Y
en cuanto a la segunda, cierto es que no hay zozobra o preocupación que resulte
del conocimiento, como no sea por accidente; pues todo conocimiento y asombro
(que es la semilla de aquél) es una impresión de placer en sí; pero cuando los
hombres caen en componer conclusiones de su conocimiento, aplicándolo a su afán
particular y surtiéndose así de cobardes temores o deseos inmoderados, nace de
ello esa demasía de cuidados y desasosiego de la mente a que se alude: pues
entonces el conocimiento ya no es lumen siccum, de la que Heráclito el
profundo dijo lumen siccum optima anima, sino que se convierte en lumen
madidum o maceratum, mojada e impregnada en los humores de las
pasiones.
Y
en cuanto al tercer punto, merece ser un poco meditado y no pasado a la ligera:
pues si alguno creyere, por la visión e inquisición de estas cosas sensibles y
materiales, obtener la luz necesaria para descubrir por sí mismo la naturaleza
o voluntad de Dios, entonces sí que estaría corrompido por vana filosofía: pues
la contemplación de las creaturas y obras de Dios produce conocimiento con
respecto a las obras y creaturas mismas, pero con respecto a Dios no
conocimiento perfecto, sino admiración, que es conocimiento fragmentado. Por
eso dijo muy acertadamente uno de la escuela de Platón que el sentido del
hombre muestra semejanza con el sol, que, según vemos, descubre y revela todo
el globo terrestre, pero también oscurece y oculta las estrellas y el globo
celeste: así el sentido descubre las cosas naturales, pero oscurece y cierra
las divinas. Y de ahí que sea cierto el haber sucedido que diversos grandes
y doctos hombres hayan sido heréticos, cuando han pretendido volar hasta los
secretos de la Deidad con las alas céreas de los sentidos.
En
cuanto a la idea de que el demasiado conocimiento incline al hombre al ateísmo,
y que la ignorancia de las causas segundas favorezca una dependencia más devota
de Dios, que es la causa primera, en primer lugar sería bueno preguntar lo que
Job preguntó a sus amigos: ¿Mentiréis por Dios, como hace un hombre por
otro, para agradarte? Pues cierto es que Dios no obra nada en la naturaleza
sino a través de causas segundas; y si se afirma creer otra cosa, es mera
impostura, como si con ello se favoreciera a Dios, y no es sino ofrecer al
autor de la verdad el sacrificio impuro de una mentira. Pero aún más, es verdad
segura y confirmada por la experiencia que un conocimiento pequeño o
superficial de la filosofía puede inclinar la mente humana al ateísmo, pero que
un mayor avance en la misma la vrielve a la religión. Pues en el umbral de la
filosofía, cuando las causas segundas, que están inmediatas a los sentidos, se
ofrecen a la mente, si ésta se detiene y asienta allí, puede caer en cierto
olvido de la causa suprema; pero si pasa más allá, y ve la depedencia de las
causas y las obras de la Providencia, luego fácilmente creerá, según la
alegoría de los poetas, que el eslabón más alto de la cadena de la naturaleza
por fuerza debe estar atado al pie del trono de Júpiter.
Para
concluir, pues: que nadie, por concepto pusilánime de la sobriedad o mal
aplicada moderación, piense o mantenga que se puede indagar demasiado o ser
demasiado versado en el libro de la palabra de Dios o en el libro de las obras
de Dios, esto es, en la teología o en la filosofía; antes bien aspiren los
hombres a un avance o progreso ilimitado en ambas, cuidando, eso sí, de
aplicarlas a la caridad y no al envanecimiento, a la utilidad y no a la
ostentación, y también de no mezclar o confundir imprudentemente uno de estos
saberes con el otro.
Desde los orígenes de la filosofía, dos concepciones
antropológicas incompatibles que luego el cristianismo y sus contrarios
han llevado a sus últimas consecuencias, están entablando hoy un duro
combate: aquella según la cual la materia explica al hombre y aquella
según la cual no lo explica. Materialismo y espiritualismo. Azar y
providencia. Ateísmo y teísmo. Inmanencia y trascendencia. O el hombre
es un animal terrestre o es un animal celeste. O es un accidente cósmico
o es en el cosmos lo único semejante a su autor.
El
concepto de humanismo tiene tradicionalmente dos significados. Por un
lado, se refiere a un cuerpo de estudios que se inspira en los autores
clásicos, paganos y cristianos. Se habla entonces de los studia humanitatis
que se oponen al rigor de la escolástica y que caracterizan el
pensamiento del Renacimiento, en la actitud de reapropiarse su pasado.
En
esencia, el humanismo es un fenómeno cultural cuya nota central es la
intensificación del recurso a los valores de la civilización antigua y,
sobre, todo, la latina. Dichos valores no sólo eran los expresados en la
obras literarias de la Antigüedad, sino también las jurídicas, las
filosóficas, las artísticas y las científicas.
Que
el humanismo renacentista aspiraba a la armonía, a la síntesis y a la
integración de los contrarios, es un tópico que no por repetido carece
de menos vigencia. La ambición de Marsilio Ficino al pergeñar su Prisca Theologia, o de Agostino Steuco cuando acuñó el concepto de Philosophia Perennis,
apuntaban en la dirección de un sustrato común a todas las
manifestaciones culturales humanas, con independencia de las épocas y
las latitudes.
La vida solitaria
es el título de una obra en la que Francesco Petrarca trabajó durante
años, sin decidirse a darla a conocer hasta mucho después de haberla
concluido. Afirma el autor que no se trata de un texto dirigido “al
vulgo ignorante”, al cual da por perdido dado su analfabetismo, ni
tampoco a quienes practican la que él llama la “letrada estulticia”, es
decir, a aquellos que se interesan por las letras únicamente para hacer
ostentación de su conocimiento, descuidando la dimensión moral y
espiritual que tienen y les dan valor.
Erasmo sustenta su ideal de sophós en tres pilares básicos: la libertad, la tranquilidad y el placer (libertas, tranquillitas, voluptas).
La renuncia epicúrea que el humanista holandés propone, un apartamiento
de los falsos placeres mundanos, del bullicio y de las tareas cívicas y
políticas, es un requisito imprescindible para la independencia del sophós, que tratará de reducir al mínimo la dependencia del exterior.
Agricola
perteneció a la tradición del humanismo literario que arrancó con
Petrarca y continuó con Salutati, Bruni y Eneas Silvio Piccolomini, una
generación a la que imprimió una dirección crítica y erudita el gran
Lorenzo Valla. Resulta llamativo el gran volumen de simpatías y
antipatías que compartieron Agricola y Petrarca.
La
doctrina pedagógica de Juan Luis Vives asume a un tiempo su sabiduría
práctica sobre la enseñanza de las artes liberales y su concepción del
hombre y de la entidad humana, referida a Dios, a la comunidad social y
política, y a la propia e intrínseca estructura personal. Su inquietud
de reforma educativa nace en el instante en que inicia sus estudios en
la Universidad de París (1509), donde estudia durante unos años dos
cursos de dialéctica, y tres de filosofía (natural, moral y metafísica).
La
idea de la unidad doctrinal de la humanidad, tan difundida en la
cultura del Renacimiento, alcanzó quizá su más vasta presentación en el De perenni philosophia
de Agostino Steuco, obra publicada en Lyon en 1540. Tal unidad viene
incluso presentada en la obertura de la obra como una consecuencia
necesaria de la unidad del principio del que toda la creación depende:
«igual que uno es el principio de todas las cosas, también ha habido
siempre una y la misma ciencia de él entre todos, como testimonia la
razón y los testimonios literarios de muchas naciones» .
En el tratado de Giannozzo Manetti (De dignitate et excellentia hominis,
1452), por vez primera, la miseria y la dignidad, dos polos entre los
cuales ha basculado la tradición humanista occidental, parecen
plantearse como temas excluyentes y contradictorios. La obra se escribe
como respuesta al tratado escrito por Inocencia III años antes, titulado
Sobre la miseria del hombre.
"La
primera ley que Dios promulgó para el hombre fue una ley de pura
obediencia; fue un mandato puro y simple en el cual el hombre nada pudo
conocer ni discutir, pues obedecer es la obligación propia del alma
razonable que reconoce a un superior y benefactor celeste. Del obedecer y
del ceder nacen todas las demás virtudes, como de la soberbia todos los
pecados", escribió Michel de Montaigne en su Apología de Raimundo Sibiuda, obra en la que muesta un perfil muy distinto al que suele difundirse del autor.
En Alfabeto cristiano, el autor del Diálogo de la lengua
resume la vía del conocimiento y del enamoramiento de Dios en una
serie de reglas sencillísimas, exhortando al mismo tiempo a Julia a
«andar por este camino como señora y no como sierva, como libre y no
como esclava, con amor y no con temor». A esta reforma interior seguirá
caridad y la esperanza. Valdés resume la vía del conocimiento y del
enamoramiento de Dios en una serie de reglas sencillísimas, exhortando
al mismo tiempo a Julia a «andar por este camino como señora y no como
sierva, como libre y no como esclava, con amor y no con temor».
¿De qué modo trata el hombre de imitar las acciones de Dios? Practicando
los mandamientos de Dios, su "ley". Lo que se llama ley de Dios consta
de muchas partes. Una parte, que constituye el centro de la enseñanza
profética, está formada por las reglas de acción que expresan y producen
el amor y la justicia. Liberar a los que están en prisión, alimentar a
los hambrientos, ayudar a los inválidos, son las normas de acción recta
que se repiten continuamente cuando predican los profetas. La Biblia y
la tradición rabínica han completado estas normas generales mediante
centenares de leyes específicas, desde la prohibición bíblica de cobrar
interés por un préstamo hasta el precepto rabínico de visitar a los
enfermos, pero no a los enemigos enfermos, ya que podrían sentirse
incómodos.